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Tercera entrega Inspectores Pinta y Olivares.

Estoy con esta tercera entrega que se llamará, de momento de forma provisional: "Nada que perder. Excepto la vida".

Acabo de llegar a la página 400, lo que me indica que las diferentes subtramas deben ir apuntando al inminente desenlace.

Confío en que los personajes tengan el detalluco, como se dice por aquí, de mostrarme el camino. Confío en ellos porque siempre lo han hecho, siempre mke han sabido conducir por la historía hasta el final.

No queda mucho, os iré contando.


Os dejo a continuación el prólogo por si os apetece haceros una idea.

Gracias por estar ahí.





"NADA QUE PERDER. EXCEPTO LA VIDA" (Inspectores Pinta y Olivares 3)


PRÓLOGO.



La lluvia comenzó a golpear con inusitada fuerza el parabrisas del Lexus RXL. Apenas se podía distinguir qué había unos pocos metros más adelante. El hombre asió con fuerza las manos sobre el volante.

Suspiró.

Sus ojos mostraban la firme determinación del que se cree a salvo. La mujer miraba a su derecha, observando el reflejo del hombre en la ventanilla. Sus ojos delataban una mezcla de ansiedad y euforia contenida. En el interior del vehículo sólo se escuchaban sus respiraciones y el suave, pero rápido, vaivén del limpiaparabrisas.

El tráfico, prácticamente inexistente. En la última hora no se habían cruzado con más de cinco coches.

Nadie les adelantó.

Siempre hay una primera vez.

El Lexus se deslizaba con suavidad sobre el firme encharcado, con suficiencia, con dominio de la situación. De repente, la mirada del hombre en el espejo retrovisor, el ceño contraído. Cuatro focos, difuminados por la intensa lluvia, se aproximan a gran velocidad. La mujer recoge su mirada de la ventanilla y la lleva a su compañero.

—¿Qué…? —sin formular una pregunta concreta se gira sobre su asiento.

Ambos quedan en silencio unos segundos.

Ella, vuelta hacia atrás observando los dos puntos ambarinos como si se tratase de una pintura de acuarela. Él, sin perder detalle del retrovisor.

—¿Crees que…?

Como respuesta, el hombre ofrece un ligero bufido ininteligible. Niega levemente.

Los faros se aproximan.

El Lexus abandona el carril izquierdo de la autovía y se incorpora al de la derecha, el más lento. Reduce la velocidad.

—¿Qué haces?

—Dejar que nos pase.

La mujer vuelve a girarse al tiempo que hace un chasquido con los labios.

—No podemos estar pendientes de cada coche que nos vaya a adelantar, además, ya te he dicho que no es posible que…

El hombre giró su rostro enfurecido. No estaba dispuesto a tratar un tema que ya habían dado por zanjado en más de una ocasión. Además, ella no debía estar ahí.

—¡¿Que no es posible?! ¡Qué narices crees que hacemos aquí en…! —ladra vuelto hacia su acompañante.

—¡Cuidado! —la mujer señala al frente unos focos que han aparecido como de la nada.

El conductor aminora la velocidad, se pega al carril de la derecha.

—¡Qué narices haces ese…!

No pudo acabar la frase.

El golpe fue brutal.

El Lexus golpeó contra el quitamiedos de su derecha, lo saltó con agilidad, como si de un consumado atleta se tratara. Ofreció un macabro baile de vueltas de campana y dobles mortales en el aire, algunos con tirabuzón incluido, para caer al fondo del viaducto de Caranceja, con firmeza y dignidad, sobre las cuatro ruedas manteniendo a duras penas el equilibrio de una chapa abollada y retorcida.

Los faros ambarinos se detuvieron unas decenas de metros más adelante. La puerta del conductor se abre con lentitud. Un individuo abandona el vehículo, se sube el cuello de la gabardina, rodea su 4x4 abre el maletero y se hace con dos grandes bidones. Mira a un lado y a otro antes de descender por el terraplén hasta los restos del Lexus.

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