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Muerte en diferido

Hace unos pocos días que he comenzado una nueva novela. El titulo, de momento, es el que da nombre a esta entrada "Muerte en diferido". Me siento más cómodo a la hora de comenzar una novela cuando en lugar de una página en blanco cuento con un título. Más adelante se puede cambiar, pero en principio es como si la puerta, a lo que personajes y acontecimientos me tienen reservado, se abriera de par en par.


Os dejo el prólogo y el primer capítulo, en total unas 12 páginas formato libro, por si os apetece echar un vistazo. Reconozco que una vez que lo hayáis leído, sabréis lo mismo que yo, quizá yo cuente con alguna pequeña idea más, pero poco más, sobre el devenir de la historia. Veremos cómo sigue y cómo termina.

Gracias por leerme.

MUERTE EN DIFERIDO

Prólogo

Todavía no han transcurrido cinco meses desde el accidente, Antonio sigue sin recordar nada de su vida anterior. Nada que tenga que ver con algún acontecimiento previo al fatídico día. Fue un miércoles cualquiera, de un mes cualquiera. Al finalizar la jornada en su empresa constructora, de camino a casa, aprovechó para acercarse a correos. Llovía, el día había sido similar a los anteriores; largo y agotador. Nada apuntaba a que no fuera a continuar del mismo modo.

Aquel día cogió un taxi.

Desde el accidente no había vuelto a conducir, ni esperarla hacerlo nunca más. Para su médico, el hecho de atreverse a subir a un coche aunque fuese en los asientos traseros, implicaba una mejoría, leve, sí, pero mejoría al fin y al cabo.

La lluvia arreciaba con fuerza, el semáforo se puso en verde. Antonio llevó la vista al exterior. La cortina de agua que se deslizaba por el cristal apenas permitía distinguir más que formas espectrales y borrosas entre incontables destellos difuminados.

No hubo bocinazos, ni frenadas estridentes. Nada que avisara a los ocupantes del taxi de lo que estaba por acontecer, excepto unos faros que se aproximaban veloces por la izquierda.

Demasiado veloces.

Antonio miraba a su derecha.

—Pero, qué coño…

Las palabras del taxista vuelto hacia las luces que se acercaban silenciosas fue lo último que escuchó. Volvía la cabeza con desgana, sin interés en lo que pudiera haber generado la exclamación cuando sintió que de pronto volaba.

Seguramente se trató de un vuelo rápido en el que apenas pudo darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, sin embargo, lo vivió como si todo hubiese sucedió a cámara lenta. Sintió como algo embestía al taxi y tras arrastrarlo unos metros lo elevaba en el aire. Vio al conductor debajo, incluso creyó distinguir al individuo que iba al volante del camión. Los ojos exageradamente abiertos, las manos aferradas al volante, la boca desencajada en un mudo grito.

Después, todo se volvió oscuro.

Antonio lo recuerda, o creer recordarlo, como si hubiese sido un mero espectador sentado cómodamente en cualquier butaca de cualquier cine.

Sí, el día apuntaba a ser uno más, pero en ocasiones la vida nos sorprende de formas y maneras inesperadas.

Tan inesperadas como dolorosas.

Si no hubiese recibido el aviso de llegada de un paquete no habría cogido ese taxi rumbo a correos y su día a día continuaría igual, entre anodino y estresante.

Pero lo recibió.

Era consciente de que su vida no sería la misma desde el instante que lo abriera. Desconocía lo que pudiese hallar en el interior, daba igual, lo único importante es que alguien, quien quiera que fuese el anónimo remitente, le había localizado.

La vida de Antonio volvería a dar un vuelco, esta vez sin vuelta atrás. Su pérdida de memoria debería enfrentarse a aquellos que recuerdan cada minuto de su pasado.

De un pasado lejano, que el ignora.


1

Madrid 2018

La carta

—Don Antonio Traílla, puede pasar.

La enfermera me mostraba el camino como si fuera la primera vez que entraba en esta clínica. Entiendo que no debe ser fácil saber hasta qué extremo los pacientes recordamos lo vivido en nuestra anterior visita.

—Recuerdo el camino, gracias— apunté con un esbozo de sonrisa— Carmen, ¿verdad?

—Sí, don Antonio, buena memoria.

Tuve la extraña sensación de que cerca estuvo de darme un caramelo por mi acierto. Como respuesta le dediqué un intento de sonrisa que debió quedar en algo parecido a una extraña mueca.

Hoy es mi cumpleaños. Lo sé porque en la constructora mi secretaria me lo recordó en la tarde de ayer. Cumplo sesenta y cuatro, eso dice mi carnet de identidad y no lo voy a poner en duda a estas alturas. Me encuentro muy bien físicamente excepto porque mi cabeza se empeña en no recordar. En ocasiones me pregunto si es necesario esforzarse en que lo haga. Aparentemente no echo nada de menos, puedo seguir dedicado a dirigir mi empresa, siempre y cuando me encargue de proyectos recién contratados. Aún así empiezo a observar que mis empleados se esfuerzan cada día más para que dé un paso a un lado y me dedique a disfrutar de la vida. Siempre lo he hecho, no niego que desde el accidente mi concentración en los proyectos ha decaído, sí, no tengo problemas en su desarrollo pero parece como si algo dentro de mí tuviese otros planes.

—¿Cómo se encuentra?

—Bien, doctor, como siempre.

Tras estrecharme la mano rodeó su amplia mesa y tomó asiento en su no menos amplia butaca. Dejó caer las gafas sobre el pecho y fijó su mirada en mí.

—¿Continúa sin problemas con su actividad diaria?

Creo que esta es la pregunta que ronda por la cabeza de mis empleados. Mi impresión es que soy perfectamente capaz de afrontar todas y cada unas de mis responsabilidades, pero…

Había llegado el momento de enfrentar al menos unas pequeñas dosis de realidad.

—Verá, doctor, mi respuesta sería la misma que le he dado durante los últimos meses…— callé unos instantes como si de pronto me estuviese arrepintiendo de dar un paso que iba a acarrear cambios drásticos en mi vida.

—Sí, continúe, por favor.

“¿Continúe?”

No tenía maldita la gana de continuar con una confesión que ni yo mismo estaba dispuesto a asumir en estos momentos. Ladeé el cuello de un lado a otro, tomé aire un par de veces y asentí.

—Mi trabajo lo desarrollo como siempre, al menos eso creía— de nuevo me vi envuelto en un incómodo silencio, me armé de valor y seguí: —Hay cuestiones que reconozco que se me escapan. Aspectos que sé que manejo con soltura pero me veo repasando antiguos proyectos para recordar por ejemplo que es un foseado, sí, un simple foseado perimetral.

Negó con la cabeza y apretó los labios.

—Es, como un techo a dos alturas— elevé las dos manos en el aire para apoyar mi explicación— Puede ser como un carril que corre a lo largo del perímetro de un techo en el que se podría esconder una luz indirecta, por ejemplo.

—Sí, comprendo, acaba de describir el pasillo de mi casa.

Sonreí.

—Se trata de algo elemental y, sin embargo, lo había olvidado.

—¿Qué piensa hacer con el trabajo?

—Lo que me pregunto es ¿qué voy a hacer si no trabajo?

El doctor se retrepó en el asiento, apoyó los codos sobre la mesa y cruzó los dedos.

—Le iba a proponer lo siguiente.

—Usted dirá.


Veinte minutos más tarde abandonaba la consulta con la propuesta recién recibida golpeando en mi cabeza. El doctor pretendía que regresara durante un tiempo al lugar en el que hubiese vivido mi infancia o adolescencia.

—¿Qué le hace pensar que no he vivido siempre aquí?

—No lo sé, pero no es descabellado especular con que haya veraneado en algún sitio en concreto o vivido una temporada en otra ciudad. Averigüe de dónde vino y pase un tiempo en ese lugar.

Al entrar en mi casa dejé la chaqueta sobre la butaca y me senté, de repente me encontraba cansado, muy cansado. Quizá se tratara de una burda excusa para retrasar el momento en el que comenzar a revisar cada armario de la casa, cada caja en busca de un pasado al que, hasta el momento, desconozco si quiero regresar. Las últimas palabras del doctor se repitieron en mi cabeza:

—Pregunte a su familia, amigos…—soltó la mano del pomo de la puerta de su despacho y la levantó en el aire— disculpe, ya lo habrá considerado.

Le dediqué una sonrisa ladeada antes de despedirme.

“¿Mi familia?”

Mi vista dio un rápido repaso a los portafotos que descansaban sobre los dos aparadores. Apenas puedo distinguir, desde donde me encuentro, los rostros de los que aparecemos en las fotografías, no es necesario, las conozco muy bien. Podría describir sin fallo alguno qué llevamos puesto cada uno de nosotros en cada instantánea. Mimi y mi querida mujer. Nuestra hija, ya casada y madre, y Daniela, mi añorada esposa. Desde un par de años atrás se han incorporado los dos gemelos de Mimi y de Mario, su marido, Antón y Luisete.

Es toda mi familia.

Que yo recuerde.

“¿Volver a donde hubiese pasado mi adolescencia?”

Dejé que mi cabeza diera todas vueltas que deseara a la propuesta del doctor y cerré los ojos.


De pronto, un sonido insistente y metálico. Quise incluirlo en mi sueño pero no hubo manera. Abrí los ojos, extendí el brazo y cogí el teléfono.

—¿Diga…?— no reconocí la voz como mía.

—¿Papá? ¿Te he despertado?

—¿Eh? No, no, en absoluto, estaba…

—¿Estabas?

Me resultaba sencillo imaginar el rostro sonriente de Mimi al otro lado de la línea.

—Sí, me he debido quedar dormido unos minutos.

—Son las ocho.

“No fueron unos minutos, llevaba por lo menos una hora”

—¿Sí? Pues lo que te decía, unos minutos.

A pesar de que yo haga lo mismo, no termino de entender por qué nos cuesta tanto reconocer que nos hemos quedado dormidos o que nos ha despertado la llamada de teléfono.

—¿Recuerdas que hoy íbamos a cenar tú y yo? Papá, que es tu cumple.

“Mi cumple”

—Claro, ¿cómo lo iba a olvidar?

—La canguro acaba de llegar. Te recojo en una hora y me cuentas qué te ha dicho el médico.

—De acuerdo.

“Lo había olvidado”


En cada consulta el doctor hace hincapié en mi capacidad de recordar no sólo lo vivido antes del accidente, sino también en hechos recientes. Si soy capaz o no de acordarme de sucesos cercanos al presente. Si me acuerdo de lo que hice o dije minutos antes u horas.

Siento que me genera cierta angustia porque es cierto que no lo recuerdo todo, tampoco sé si antes no me sucedía. Voy a mi despacho desde el salón y al poner un pie en el interior me descubro preguntándome a qué iba. ¿Es extraño? O salgo de casa y una vez en la calle dudo del lugar al que me dirigía. Por lo que me comentan se trata de algo habitual, cuando sale el tema en una comida de trabajo, por ejemplo, todos los que están sentados en la mesa recuerdan sucesos similares sin darles mayor importancia.

¿Por qué habría de dársela yo?

Puntual como acostumbro a ser, me encontraba a la hora acordada frente al portal del edifico en el que vivo. Mi hija, fiel a su costumbre me regalaba unos minutos de espera que aprovecho para observar a los que pasan a mi lado y disponerme a disfrutar de la cena en la mejor compañía posible. No deja de ser, a pesar del paso de los años, una extraña, a la vez que agradabilísima sensación, ver a Mimi y no poder evitar reproducir fielmente la imagen de Daniela, su madre. Son tan iguales que en ocasiones tengo que pestañear varias veces para darme cuenta de que se trata de mi hija.

“Ahí viene”

Un suave toque con el claxon y una ráfaga de luces a pesar de que he agitado la mano en el aire al divisarla y se detiene frente a mí.

Abro la puerta del Volkswagen Polo y me cuelo en el interior. Una sonrisa amplia y brillante me recibe. Tan amplia y tan brillante como la de…

—Papá ¡Muchas felicidades!— me da dos besos y se abraza a mi cuello. No fue un abrazo largo, justo lo que tardó el coche de atrás en mostrar su malestar por los segundos que le estábamos haciendo perder— Ya va, ya va. Qué pesado— exclamó mi hija.

—Gracias— sin querer, quizá porque era a lo que me estaba acostumbrando, quise recordar si ya me había felicitado o no. Gracias a Dios me sacó del apuro.

—No me mires así, ya sé que te felicité esta mañana, pero sabes que me gusta hacerlo muchas veces— de nuevo esa sonrisa.

—¿Cómo están los gemelos?

Esta vez sí que la sonrisa amenazaba con abandonar su rostro. Antón y Luisete lo eran todo para ella, también para mí, no lo voy a negar.

—No paran de crecer— apuntó feliz.

Habló sin parar durante los quince minutos que tardamos en llegar al restaurante. De las trastadas que se hacían el uno al otro, de lo que disfrutaban en la guarde con los nuevos amigos y cómo se reían al verles tan iguales.

Me regaló un iPhone 10 con la promesa de enseñarme a sacarle el mayor partido. Grabar cualquier cosa, utilizar la agenda, hacer fotografías que me facilitaran acordarme de las cosas. Lo miré con desconfianza, no sé si estoy preparado para tanta tecnología. La utilidad que le doy al móvil no va más allá de hablar y enviar whatsapp, tendría que añadir que también lo disfruto para ver los vídeos que me envía de los nietos.

—Ahora te toca a ti contarme qué te ha dicho el médico. No he parado de hablar en toda la noche, papá, y hoy es tu día— soltó de repente con los postres sobre la mesa.

—Disfruto escuchándote.

Iba a añadir que me recordaba a su madre, se lo he dicho tantas veces que cuando me hallo en la misma situación me esfuerzo por callarme y no ser tan repetitivo. Tengo que convencerme de una vez que la mujer que está delante de mí es Mimi y no Daniela.

Alguien dijo que el tiempo lo cura todo, es posible que sea así pero hay vivencias que se niegan a ser olvidadas, a pesar del tiempo. Vivencias que no quiero borrar, me han hecho ser la persona que soy y…

—¿Papá…?

Introduje en la boca una cucharada de flan, quizá con la intención de retrasar unos segundos la respuesta, bajo la escrutadora mirada de mi hija.

—Te escucho.

—Bueno, pues nada nuevo— deslicé la servilleta por mis labios y la volví a dejar sobre las piernas mientras negaba con la cabeza— es más o menos lo mismo de siempre. Intenta averiguar si recuerdo algo de mi vida anterior al accidente y si soy capaz de retener información reciente.

Lo solté seguido, como si al hacerlo hubiera terminado ya el tiempo dedicado a mí. Con una nueva cucharada de flan en la boca la miré. No, no había terminado.

—¿Y? ¿Me vas a hacer que pregunte y pregunte? Venga, hazme aunque sea un resumen, pero un poco más largo, por favor.

—De acuerdo. Aunque no hay mucho más que añadir a lo que ya sabes. No recuerdo más de lo que ya me acordaba, quiero decir, que la información que retengo anterior al accidente es la misma del último año; mi identidad, mi familia, el trabajo…—sin querer desvié la mirada y realicé una breve pausa que no venía a cuento antes de continuar, Mimi no lo pasó por alto.

—¿Te ha pasado algo en el trabajo?— quiso saber preocupada.

—No, nada diferente a cada día.

—Venga, suéltalo.

Fijé mis ojos en los suyos. Unos ojos en los que se puede distinguir toda una amalgama de colores. No tenía sentido dar rodeos, ni intentar esconder información. Mi hija, como su madre, tenía una innata capacidad para descubrir mis dudas.

—Quieren que me jubile o al menos que no esté en primera línea con las obras, los planos, que me dedique más a las propuestas de proyectos y deje a los demás el desarrollo.

Mimi removía el té sin separar la mirada de mis ojos, esperando que continuara.

—Sí, hay cosas que se me olvidan, cuestiones técnicas que conozco y que de pronto no encuentro el cajón mental en el que están guardadas.

Sonrió.

—No me mires así, tengo la llave, pero me lleva un tiempo abrirlo.

Desde no recuerdo cuándo, si nos olvidábamos de algo, Daniela nos decía que eso nos pasaba porque guardábamos el dato en un cajón mental y tirábamos la llave. Las cosas debemos dejarlas fluir.

—¿Qué vas a hacer?

Apuré un sorbo del té, me limpié la boca con gesto mecánico y esbocé una sonrisa torcida.

—No me quedará otra que acceder, por el bien de la empresa. No porque les ponga en peligro, sino porque no quiero que tengan que destinar a nadie a que revise mi trabajo o me acompañe a las reuniones por si se me olvida algo. Además los clientes no creo que estén muy tranquilos.

Para mi sorpresa, el rostro de Mimi dibujó una enorme sonrisa acompañada de sus expresivos ojos.

—¡Me parece una idea genial!— estiró los brazos encima de la mesa y dejó sus manos sobre las mías— así podrás disfrutar de la vida entre proyecto y proyecto. Lo diseñas y te tomas unas semanas libres ¿qué te parece? Fenomenal ¿verdad?

Asentí.

Analizado desde su punto de vista incluso parecía una buena idea, sin embargo, había llegado el momento de continuar con la sinceridad.

Otro sorbo de té.

—El doctor me ha propuesto que pase una temporada en algún lugar que frecuentara antes del accidente, para ver si me ayuda a recordar— solté nada convencido con el plan.

—Suena bien. ¿Cuándo nos vamos?

Esta vez fui yo el que sonreí.

—¿Nos vamos? —agité la mano en el aire como si espantara una mosca molesta— No, no. Tú tienes tu trabajo, un marido y dos hijos que…

—Y un padre, nunca lo olvides.

Se hizo un agradable silencio entre nosotros. Unos segundos en los que nos dedicamos el mejor de nuestros semblantes.

—Vamos a hacer una cosa. Me voy unos días y te cuento cómo va todo.

—Pero…

—No, no te preocupes, me sé mover, y no olvido por dónde voy, recuerdo el camino de vuelta, ¿de acuerdo?

Mi hija me observó unos instantes, como si estuviera valorando mi decisión. Como economista y experta en negociar con clientes era consciente de que había obtenido de mí la promesa de obedecer al médico.

Promesa, que si de mí hubiese dependido seguro que estaría ya a buen recaudo en el cajón de asuntos pendientes, sin llave.

—¿De acuerdo?—insistí. A pesar de su victoria no estaba convencida.

—Vale, pero el fin de semana te hacemos una visita. Imagino que irás a Alicante, no has vuelto desde entonces.

—Sí, eso pensaba.


Con la negociación concluida salimos del restaurante. Me dejó en casa. Permanecí en pie, viendo como se alejaba en su Polo. Elevé la vista al cielo, noche estrellada y agradable temperatura. La chaqueta me sobraba, el verano no estaba lejos.

Entré en mi casa, encendí la luz y mi mirada fue a un punto concreto del suelo en el que no debería haber nada, excepto parqué.

“¿Qué es…?”

Parecía una carta.

Me agaché, y la cogí. No tenía nada de especial si no fuera porque no llevaba matasellos ni remitente. Sin quitarme la chaqueta entré en el salón. Tomé asiento en el sofá bajo la luz de la lámpara y lo abrí.

“¿Qué te ha parecido lo que te envié? Por lo visto has tenido un accidente y no recuerdas nada. No te preocupes que te ayudaré, lo recordarás todo y pagarás por ello, Melchor, ¿o tengo que llamarte Antonio?

Tuve que leer la breve carta un par de veces.

“¿Lo que me envió?”

“¿Melchor? ¿Qué Melchor?”

Sin saber por qué sentí un regusto amargo y la cabeza comenzó a dolerme con inusitada fuerza.


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