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El Guardián. Los crímenes de Monte Corona. Prólogo.



Después de haber dejado pasar unos pocos días desde la finalización del manuscrito hoy comienza el primer repaso. Sé que esta labor a muchos de mis colegas les resulta farragosa, sin querer mostrarme diferente, tengo que reconocer que a mí me gusta y me motiva.


Imagino que para primeros de año estará disponible. Os avisaré.



Os dejo el prólogo:




Prólogo

Noche cerrada. Camino embarrado. Finas gotas de lluvia.

Pasos torpes y acelerados.

“Vamos, vamos”

Corría sin mirar atrás, alentada por el desmesurado miedo que estimulaba cada músculo de su castigado cuerpo. Una mano en la tripa a modo de cuidado del bebé que estaba en camino

De fondo creyó distinguir el tañer de campanas de alguna iglesia cercana. Se permitió el lujo de dedicarse un atisbo de sonrisa. Breve y pasajero. No era momento de muestras de alegría.

“Tengo que llegar”

De cerca, un sonido rítmico y constante que con el paso de los segundos se hallaba más y más próximo, o quizá sólo se tratase de la sacudida incesante de su corazón contra el pecho.

Daba igual.

Fuere lo que fuese no podía dejar de correr si quería seguir viviendo. Acababa de hacer algo que prometió no haría jamás; escapar.

“No puedo más…”

Desde que logró poner un pie fuera de su cautiverio y oler lo más parecido a la libertad no dejó de correr.

De correr y llorar.

De llorar y caerse.

De caerse y volver a levantarse.

Cabía la posibilidad de que su huida sólo fuese una diversión más de su guardián. No era la primera vez que la provocaba, pero sí la primera que ella aceptaba el reto.

Volvió el rostro de forma intuitiva buscando algún indicio que le indicara si estaba siendo perseguida. Apenas fueron un par de segundos, un abrir y cerrar de ojos nada más, pero suficientes para abandonar la vista del oscuro camino y no advertir el desnivel del sendero, ni las piedras que se postraban frente a ella.

Ahogó un grito.

Tumbada en el suelo lleva su mano al tobillo aguantándose las ganas de gritar de dolor.

De dolor y de miedo.

Posiblemente miedo no fuese la palabra que hiciera justicia a la emoción que se había apoderado de su cuerpo al distinguir a lo lejos una luz amarillenta que seguía los vaivenes del sendero.

De su sendero.

“No, por favor, no…”

Intentó incorporarse, sin éxito.

“Tenemos que aguantar”

Con una mano acariciaba su ya prominente tripa.

Apretaba los labios con fuerza, decidida a impedir que partiera de su boca el más mínimo lamento. Miró a izquierda y derecha buscando un lugar en el que esconderse. Apenas contaba con un par de metros de visibilidad. Palpó el suelo con las manos en dirección al árbol cuyas raíces habían cortado con brusquedad su huida.

Volvió el rostro y suspiró.

Los potentes faros se aproximaban veloces.

Muy veloces.

Una tenue claridad rodeó a la mujer. Tenue, pero suficiente para descubrir un hueco entre matorrales, rodar sobre sí misma y apartar su magullado cuerpo del camino.

De pronto, se hizo de día.

Agachó la cabeza, cerró los ojos con fuerza y contuvo la respiración como muestra de su más firme colaboración con el universo, o con quien estuviera al otro lado, para no ser descubierta.

Sentía el potente resplandor de los faros en su rostro.

“No te pares, sigue, sigue…”

En cuanto cruzara de largo bastaría con sacar fuerzas de donde fuese para llegar hasta la carretera y pedir ayuda al primer coche con el que se cruzara o llamar a la puerta de la primera casa que…

Tan absorta estaba en sus pensamientos que no reparó en que los faros continuaban iluminando su rostro hasta que escuchó el crujir de pequeñas ramas.

Abrió los ojos. El corazón aceleró sus latidos hasta límites difíciles de soportar.

El vehículo estaba detenido. A través del follaje pudo distinguir el movimiento de unas piernas que se aproximaban en su dirección. Esta vez sí que apretó con inusitada fuerza los ojos y se obligó a no respirar durante el tiempo que fuese necesario. Sólo escuchaba el lento caminar del hombre y el constante tamborileo de su corazón.

Silencio.

Sentía el cuerpo empapado, tembloroso.

Abrió los ojos y lo vio de espaldas, inmóvil a no más de tres metros de distancia.

De sus lacrimales descendía un fino reguero de lágrimas. No le quedaban fuerzas para luchar. El tobillo le dolía horrores.

El hombre se agachó. Algo había en el suelo que llamaba su atención. Estiró el brazo y se hizo con un pequeño objeto brillante.

La mujer llevó instintivamente las manos a sus orejas.

Asintió.

Estaba claro que había sido descubierta y que su estancia entre los vivos tocaba a su fin.

De nuevo, los ojos firmemente apretados.

Comenzó a hacer algo que no sería capaz de asegurar cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez. No creía en ello, pero se había convertido en su única salida. Si es que la había.

Rezó.

Una oración torpe, pero cargada de intención, de promesas, de emoción.

De esperanza.

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