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No olvidaré tu rostro.


Una vez más inmerso en la maravillosa sensación de exponerme a una nueva trama. No voy a negar que esta maravillosa sensación tiene un mucho de nerviosismo y de incertidumbre por lo que pueda acontecer, pero no por ello resulta menos excitante.

Jaime Valdés es un escritor que viaja a Santander para dar su primer taller de escritura como profesor. A los pocos meses de su llegada comienzan a aparecer por Cantabria cadáveres con un rótulo sobre el pecho que reza "Culpable". El asesino deja una foto de la víctima junto al cuerpo y envía una copia a la policía.

Os dejo el prólogo a continuación de No olvidaré tu rostro:

Prólogo

Febrero de 2018

Cuando me decidí a escribir novelas no tenía ni idea del oficio de escritor. Leí mucho antes de atreverme a teclear el primer renglón. Siempre había deseado ser yo el que construyera las historias en las que me zambullía perdiendo en muchas ocasiones el sentido del tiempo.

Apenas se trataba de un deseo, como el que ilumina los sueños de un niño cuando dice que de mayor quiere ser astronauta, sabiendo en su interior que no deja de ser eso, un sueño del que se despertará algún día con el paso de los años. Mi sueño de ser escritor lo he tenido siempre oculto, cubierto con innumerables capas de argumentos que en su totalidad me aconsejaban continuar con aquello que se me daba mejor; mi papel como lector.

Lo que nunca pude sospechar es que este oficio se convirtiera en mi peor pesadilla. Vivo en Santander desde hace unos tres años. Me contrataron para dar clases de escritura creativa. Sí, así lo llaman, para mí no deja de ser redundante. Nos guste o no lo escrito, no por ello evita el proceso creativo mínimo necesario para plasmarse en papel. Al final, mis clases responden al enunciado de “cómo escribir una novela”. Me llevó tiempo decidirme a aceptar, no por la ciudad, era la mayor motivación, sino porque no soy un escritor de best seller a nivel mundial, he conseguido algún pequeño logro puntual, pero nada más. Siento que raya la prepotencia creer que sé cómo desarrollar una trama si yo mismo no he alcanzado el éxito que todo escritor busca.

Este es otro tema.

La ansiedad me empuja a hablar de todo a la vez.

Ojalá algún día pueda poner punto y final a este diario.

Llevo mi vista al escaso dedo de agua que contiene el vaso de cristal sobre la mesa y lo apuro, paladeándolo como si descubriera un sabor diferente al de otros días.

Otra vez me ha pasado lo mismo. Desvarío.

A lo que iba. No sé cuándo ni cómo empezó a fraguarse mi fin, no sólo como escritor sino también entre los vivos. He pensado mucho en ello, algo lógico y normal cuando ves tu vida peligrar. Lo he comentado con algún amigo, no me valía cualquiera, debería tratarse de alguien que no justificara mis temores como algo inherente al derroche de imaginación que se nos presupone a los escritores.


Hoy es el día, es posible que este texto se recuerde como las últimas palabras de mi diario, no es mi intención, confío en no haber completado la última hoja. Sí, hoy es el día en el que daré con mis huesos en la cárcel o encontrarán mi cuerpo ahogado en mi propia sangre.

Oigo ruidos en el descansillo.

Vuelvo la mirada al teclado.

“¿Es posible una tercera opción?”

Dicen que todo es posible, incluso esa tercera opción en la que llevo pensando los últimos meses, sin embargo, no la he encontrado.

“¿Huir?”

No voy a negar que no lo haya contemplado, pero lo único que conseguiría es convencer a la policía de que su absurda teoría es cierta. Sí, en varias ocasiones me presenté en la comisaría para exponer mis temores al inspector Diego Olivares y a la subinspectora María Pinta, en su descargo tengo que decir que no les aporté prueba alguna, más allá de mis sospechas, que no fueran consideradas circunstanciales.

Tampoco les pude señalar un nombre en concreto que identificara sin lugar a dudas al causante de los asesinatos. Sí, hubiese podido apuntar con mi dedo acusador a dos personas pero una de ellas sería inocente.

No me sentí capaz.

Quizá, también me lo he preguntado, mi afán por descubrir la verdad, por ayudar, sólo haya servido para ser visto como el principal, si no el único, sospechoso.

No les culpo.

Yo en su lugar hubiera llegado a la misma conclusión.

Ese derroche de imaginación me viste con un ajustado traje de culpabilidad. No, los inspectores no me han acusado formalmente, pero sé que he pasado de acusador a acusado, al menos en su mente.

Ahora sí, el ascensor se ha detenido en mi planta.

Pasos quedos, murmullos.

La pantalla de mi teléfono móvil se ilumina.

“Inspector Olivares”

Suelo tenerlo en silencio, no termino de acostumbrarme al sonido de llamada, no sé por qué, pero siempre me sobresalta, o quizá sí lo sé y lo único que mi yo interno pretende es evitar el miedo que me embarga cuando lo escucho.

“Está fuera”

El familiar sonido del timbre se apodera del silencio de mi apartamento. Dos golpes secos lo acompañan. Mis manos comienzan a sudar, mi corazón a patear con furia mi pecho. Si atiendo al inspector es muy posible que me espere la cadena perpetua. Pensándolo bien, tarde o temprano tendré que exponerme a la justicia.

—Justicia, bonita palabra, qué falta de significado cuando la echas de menos.

Entregado a mi suerte me incorporo de la silla. De frente, el corto y estrecho pasillo que me conduce hasta la puerta de la calle. Recorro con ansiedad los escasos metros que me separan de ella. Me detengo, respiro profundamente. Una mano en mi despejada cabeza, la otra abraza el pomo dispuesto a enfrentarme con lo que el destino me tenga preparado.

Esa era mi intención.

No recuerdo más.

De pronto todo se volvió oscuro.

Los ruidos no eran en el descansillo.








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