Las primeras 100 páginas
Llegar al número cien, a mí me genera un cierto entusiasmo. La novela empieza a tomar forma, aunque como ya he comentado en otra ocasión desconozco qué va a suceder. Llevo alguna página más de cien y un personaje femenino, con no muy buenas intenciones, amenaza con formar parte de la trama. Lo único que sé es que si lo hace le espera un papel destacado.
El número cien de 400-500 que es el número que me parece que al menos debe reunir una novela. ¿Por qué? Porque a mí me sucede, como lector, que cuando estoy entretenido o enganchado, como se suele decir, quiero seguir leyendo. Mi objetivo es entretener, y cuánto más, mejor, y si además al terminar de leer se tiene el impulso de regalarla o simplemente recomendarla... objetivo más que cumplido.
Sí, se puede prever el número de páginas que más o menos puede ocupar la trama. Del mismo modo que se puede contar una historia en un relato breve, corto, novela breve, etc, incluso en diez o veinte segundos como sucede en algunos anuncios de publicidad. El requisito es que cuente con el número de páginas que cuente, el interés por lo que está por acontecer no decaiga.
Os puedo adelantar, que si todo continua como hasta ahora el título de la novela será "Aunque sea lo último que haga".
Para aquellos que quieran adentrarse un poco en la trama o dejo aquí el borrador del prólogo:
"Aunque sea lo último que haga"
Prólogo.
Aravaca, Madrid, invierno de 1997.
En cuanto su marido arrancó el coche y agitó la mano en el aire, a modo de despedida, regresó al lugar que la tarde anterior le había llevado la providencia, o quizá fue su intuición, o la certeza de que estaba compartiendo su vida con un completo desconocido.
Pero jamás pudo imaginar algo así.
Abrió la puerta del desván, elevó la vista buscando una hilera de altillos sobre su cabeza y cogió con manos temblorosas una pequeña escalera que situó bajo la primera de las puertas.
Suspiró profundamente.
Algo dentro de ella le impulsaba a salir corriendo de aquél lugar y regresar a su vida cotidiana como había hecho durante los últimos años, pero no podía. Colocó la escalera, apoyándose en la puerta del armario comenzó a subir los cuatro escalones que la separaban del altillo. Sentía su corazón galopando frenético, golpeando con furia en el pecho, las palmas de sus manos comenzaban a sudar.
Tiró del pomo.
Frente a sus ojos, diversos cachivaches de todo tipo. Justo detrás, ocultas por un par de bandejas y un recipiente de cristal, se escondían el objeto de su visita; varias cajas cuyo contendido necesitaba analizar con calma. Cogió la primera y descendió los escalones con la caja pegada al pecho. En su cabeza se iban reproduciendo multitud de escenas que en su momento no dio importancia, quizá porque no la tenían o porque siempre había una justificación plausible para cada una de ellas.
O porque no quiso verlo.
En la tarde noche de ayer, la búsqueda de unas fotos familiares que su hermana le había asegurado que estaban en su poder le animó a revisar el desván. Apenas pudo vislumbrar el contenido de la primera caja, la llegada de su marido se lo impidió, pero sí que pudo descubrir que su interior guardaba pequeños estuches de cristal, algunas cestas repletas de pulseras, collares, relojes, sujetadores, gemelos, carteras, documentos de identidad y algo que con toda seguridad no debía encontrase allí.
Sus ojos se desplegaron amenazando con abandonar las órbitas.
—¿Pero, qué…?— no tuvo tiempo para plantearse nada más. Una voz bien conocida la trasladó con violencia al presente.
—¡Cariño! ¿Dónde estás?
Devolvió todo a su lugar, trepó con torpeza por los escalones y dejó la caja en su sitio. Nerviosa, como no recordaba haberlo estado antes en toda su vida recorrió los ocho o diez metros que le separaban de la pared del otro extremo de la estancia, se sentó en el suelo mientras abría la puerta de un armario que corría a media altura por todo el muro.
—¡Cariño!
—¡En el desván! ¡Ahora bajo!— sintió como si la voz que partía de su garganta no fuera la suya.
No, aquello no debía estar allí, seguramente todo lo demás tampoco, pero ese reloj, con esa inscripción, no. Seguro. Se lo había regalado a su hermano, cuando terminó la carrera de económicas, unas pocas semanas antes de que su coche cayera por un precipicio.
Sus recuerdos le transportaron de nuevo al presente. Se encontraba a solas en compañía de sus dudas, de sus miedos. Su marido se había ido a trabajar, por tanto podría disponer de todo el tiempo que quisiera.
Eso creía.
Se hizo con todas las cajas del altillo, sumaban cuatro en total. Tomó asiento en uno de los taburetes que rodeaban la gran mesa rectangular de madera situada en el centro del desván. Lentamente levantó la tapa de la que había inspeccionado el día anterior y la dejó a un lado.
De nuevo, suspiró profundamente.
De nuevo, su corazón comenzó a latir descontrolado y sus manos a sudar.
El rostro sonriente de su hermano se dibujó en sus recuerdos, le veía deshaciendo con cuidado el lazo que envolvía el paquete que contenía el reloj, con total nitidez, como si estuviera ahí delante.
—Pero…te habrá costado una fortuna, yo sólo te lo dije por…
—Te mereces eso y más.
La mujer llevó las manos a su rostro para cortar el paso a unas traicioneras lágrimas y dejó con mimo el reloj a un lado. Su vista se detuvo en lo que parecía ser un álbum de fotos. Sin abandonar los movimientos pausados lo cogió y depositó sobre la mesa. Se tomó unos interminables segundos antes de reunir el valor suficiente para enfrentarse a lo que pudiera ocultarse en su interior.
La tapa acolchada de color verde, y ribeteada en oro, pasó frente a ella como si unas manos invisibles la movieran. Ante sus ojos la primera foto.
Luego la segunda…
La tercera…
—Dios mío…
Cada página del álbum se le antojaba como un golpe certero en la boca del estómago. Fotos macabras que reflejaban el horror que habían vivido esos hombres y mujeres y que el asesino había captado desde diferentes ángulos. Pasó las hojas como una autómata no queriendo llegar a la fotografía que su mente buscaba pero que la razón le empujaba a mirar hacia otro lado. Una fecha en la parte superior de cada página, a continuación el nombre de un lugar. Debajo, una imagen de una pulsera, o un collar, o unos gemelos, colocada junto a la víctima, bien en su mano, en su cuello o en el puño de la camisa.
“Es su letra…”
Todo perfectamente documentado. Como psicóloga que era no albergaba duda alguna de lo que se mostraba ante ella. Sus manos, desobedeciendo sus órdenes, pasaban y pasaban páginas hasta llegar al 15 de abril de 1987.
Ahí estaba.
Un recorte de periódico, fechado dos días después, que recogía la noticia del accidente de su hermano Felipe. Una foto del reloj en la muñeca. Otras dos del propio Felipe con el rostro desencajado mirando a la cámara.
—¡Dios mío!
Llevó las manos a la cara ahogando un grito. Durante unos minutos fue incapaz de apartar la mirada de la imagen de su hermano, Por su rostro comenzaron a resbalar lágrimas de forma descontrolada. En un momento de lucidez volvió la cabeza hacia su derecha, del bolso extrajo el móvil e hizo una llamada que quizá debió haber realizado tiempo atrás.
Sólo quedaba esperar.
Eso hizo, esperó, a ratos con la mente en blanco, a ratos con la imagen de Felipe, su rostro desencajado, su mirada suplicante, mostrándose insistente en su cabeza. A ratos, con el rostro del desconocido con el que había compartido los últimos veinte años.
De repente la puerta del desván se abrió.
—¿Qué haces ahí, Blanca? He traído a los niños porque por lo visto hoy no hay clases por amenaza de bomba y…— su mirada se detuvo en el álbum de fotos y en las cajas que había sobre la mesa. Su vista fue al altillo, de nuevo a su mujer.
De fondo, el ulular de las sirenas de la policía se colaba entre el silencio que se había apoderado del desván. El hombre no añadió nada más, dio media vuelta y salió corriendo.
Dos pares de ojos observaban la escena.